-¿Qué impresiones tiene Ud. de su
visita?
-Las más gratas. No obstante de la fama muy
justificada de que goza esta ciudad debido a la antigüedad de su origen, a la
cultura de sus pobladores y a la riqueza fabulosa de sus valles, uno se
encuentra sorprendido de su adelanto. Pizarro fue atinado en la fundación de
Trujillo, cosa que no le ocurrió al ilustre porquero de Extremadura con algunas
otras de sus fundaciones. No cabe duda de que en todas cometió el error de
hacer poblaciones estratégicas para el futuro, pero lo eran para los tiempos de
la conquista en los cuales la sierra o el alejamiento del mar constituían un
peligro. Lima misma se vio sitiada por las huestes de Manco. Las grandes
ciudades deben estar o en la orillas o muy lejanas del mar. Trujillo se ha
salvado por la feracidad y la riqueza de sus valles. Para los que hemos
espigado algo en los campos de la historia, las ciudades son como personas:
tienen una sicología especial,
características; yo no puedo dejar de evocar, a cada instante, visitando esta
ciudad del león airado, los épicos días de la conquista, los azares de los
capitanes españoles, los días llenos de paz de la fundación de la ciudad, los
primeros solares elevándose sobre la extensión desierta donde donde, dos siglos
después, habrán de florecer los palacios, las regias moradas, las señoriales
casonas, cuyas puertas severas, cuyas rejas de encajaría, cuyos frontispicios
soberbios, cuyos balcones graciosos, cuyos patios abiertos y cuya vida
misteriosa, evocadora y melancólica, aún nos hablan de la grandeza
antigua, de la magnificencia
espléndida, del espíritu caballeresco, de las nobles costumbres, del encanto
imponderable de aquellos días... No sabe Ud. cuán largas horas me paso
contemplando la silueta de un templo antiguo, de un palacio colonial o de un
simple arco, de estos tantos que hay en Trujillo y que al crepúsculo -en estos
maravillosos y pensativos crepúsculos- adquieren no sé qué extraño poder, qué
inefable atractivo, qué fuerza imperiosa que arrastra a otros días, a otros
años, a otros siglos...
-¿Cree Ud. que conserva aún la ciudad un
sello colonial?
-¿Quién puede dudarlo? Y esto,
precisamente, constituye su principal atractivo. Está muy bien que la
ciudad se modernice y adquiera todos los
elementos del más exquisito confort, pero conservando y respetando su carácter
antiguo, caballeresco, legendario y noble. Me ha encantado, por ejemplo, el
soberbio edificio municipal, que es timbre de honor de la ciudad y de su
generoso donador. No hay en el Perú entero una Municipalidad más correcta y
lujosa. Pero se me ocurre que los balconcillos coloniales que con este edificio
forman ángulo, le dieran más realce, por una ley de contraste.
-¿Conoce Ud. a algunos artistas
trujillanos?
-He conocido a algunos. En Lima conocí al
poeta César A. Vallejo, y hasta escribí algunas palabras en su elogio. Vallejo
es un poeta. Hemos, por desgracia, abusado de este título. Vallejo es un poeta
en la más noble acepción de la palabra. Pienso ocuparme de su obra, en detalle,
cuando escriba el prólogo que me pidió para su hermoso y raro libro de versos
Los heraldo negros. He conocido y escuchado aquí a un notable artista que ya es
un excelente amigo mío: Carlos Valderrama. He aquí un temperamento de una
fuerza intuitiva desconcertante, de una fantasía tropical, de una fe inquebrantable,
de un optimismo poco nacional. Valderrama no parece criollo. Los criollos no
sirven más que para envidiar, para criticar, para maldecir, para arrojar
piedras al camino. El primer trabajo de un artista en e Perú, consiste en
evitar que lo aplasten. Carecemos del noble sentimiento de estimular, de ayudar
al que empieza, de dar la mano al que vacila. Triunfar en el Perú es mil veces
más difícil que triunfar en Francia... ¡Cuánto me ha costado, amigo mío,
levantarme desde mi humildad y pobreza, desde mi insignificancia anónima, hasta
llegar a sentirme dueño de mi arte! Y aún estoy al comienzo de la lucha.
También he conocido a uno de los espíritus más selectos de Trujillo, al señor
Daniel Hoyle. Créame usted que no hay en el Perú muchos espíritus de tales
condiciones. Conozco a Macedonio de la Torre, un excelente temperamento de
artista que podría ser escultor si se lo propusiera; a Ricardo Rivadeneira, uno
de los más simpáticos y edificantes ejemplares de la joven generación nacional;
lo conozco a usted...
Tuve la suerte de conocer en Lima a los
señores don Luis José de Orbegoso y a don Cecilio Cox, representantes por estas
provincias, cuya labor honrada, independiente y patriótica y sus excelentes
dotes personales les han captado las simpatías de los elementos periodísticos
en la capital; conocí igualmente al joven y brillante maestro, al optimista y
sano espíritu de Álvaro de Bracamente; sobre todas estas cosas escribiré mis
impresiones a los periódicos que represento. No quiero dejar de hablarle a usted
de uno de mis más antiguos compañeros, el señor José Félix de la Puente, autor
de la hermosa novela de costumbres La visión redentora y de otra no conocida y
en mi concepto mejor aún: Flores rojas. De la Puente es uno de los
temperamentos artísticos más sutiles y exquisitos con que cuenta la literatura
nacional. Tengo un estudio sobre su novela que publicaré en breve.
-¿Piensa Ud. volver a Lima?
-Por ahora, no. Sigo mí turnée por todos
los pueblos del norte. Llegaré a Guayaquil y Quito, volveré directamente a
Chile. En Antofagasta tengo contratada una conferencia y de allí pasaré a
Valparaíso y Santiago, donde tengo grandes amigos y vehementes admiradores.
-¿Tiene Ud. algunos libros en preparación?
-Tengo en presa Belmonte el trágico, Neuronas, libro de filosofía, y
Fuegos fatuos, colección de ensayos de humour. Y listos para entregarlos, un
libro de leyendas incaicas, Los hijos del Sol, una colección de novelas cortas
La ciudad de los tísicos, un libro de crónicas Decoraciones de ánfora,
prologado por José Vasconcelos, el insigne esteta mexicano, mi tragedia
Verdolaga y mis tres últimas novelas: "El Príncipe Durazno." "El
extraño caso del señor de Huamán" y una cuyo título, como Ud. ve es
intraducible y que es lo mejor de mis últimos trabajos.
-¿Cuál de los cuentos de El Caballero
Carmelo le gusta más?
-El Caballero Carmelo a pesar del
entusiasmo de la crítica, es lo que menos vale de mis obras. Sin embargo, allí
hay dos cuentos que me placen: "Hebaristo, el sauce que murió de amor"
y "Finix Desolatrix Veritas".
[Ën La
Reforma. Trujillo, 26 de mayo de 1918. Luego, se reprodujo en Sudamérica N° 25,
Lima, 8 de junio de 1918. Seguimos el texto de La Reforma. La entrevista de Antenor
Orrego no lleva firma.]
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