Sobrevivir como bufón en una
época donde por un mal chiste te achataban la cabeza a mandobles no era tarea
fácil. Entonces no bastaba con que supieras las mejores bromas de la comarca,
que tuvieras una agilidad mental increíble, que fueras un diestro acróbata,
experto tañedor de laúd y flauta, declamaras de memoria leyendas y gestas
históricas, sino que además debías añadir una enorme capacidad para aguantar
insultos y humillaciones y, de ser posible, ser enano, deforme y lo
suficientemente feo como para provocar el único efecto deseado por todos: reír.
Biológicamente la risa “es una expresión compartida de alivio tras pasar el
peligro. La laxitud que sentimos tras reírnos puede ayudar a inhibir la respuesta
agresiva, convirtiendo la risa en un signo de conducta que indica la confianza
en los compañeros” [John Morreal], pero durante la Edad Media el tema desató
polémica. Mientras Aristóteles estableció que la risa era un rasgo inherente en
el hombre, la Iglesia sostuvo lo contrario, pues en los santos evangelios no se
dice que Cristo se haya reído.
La Iglesia medieval era enemiga
de la risa y desde su monolítica autoridad trató de erradicarla: durante el
siglo IV Basilio —obispo de Cesárea y fundador del modelo conventual cristiano,
basado en la separación entre el exterior y el interior de los muros
conventuales como gesto de una separación con el resto del mundo— prohibió que
se riera a carcajada suelta so pena de castigo corporal. La risa era cosa del diablo
y no entraba en el plan de Dios: “El Señor”, dice Basilio, “ha condenado a los
que ríen en esta vida”.
La palabra bufón tiene varias
acepciones. Algunos doctos le dan importancia a la anécdota que implica a la
palabra como una derivación de cierta fiesta que se hacía en tiempos de
Erecteo, rey de Atenas: un sacrificador de nombre Bufo, tan pronto ofrendó a un
animal en el altar de Júpiter, tiró al piso el cuchillo degollador y salió
corriendo sin explicación alguna. Nadie lo pudo detener y jamás se volvió a
saber de él. Los presentes, confundidos, llevaron la herramienta punzante a los
jueces, y como no había a quién echarle la culpa se la echaron al cuchillo.
Entonces, en los años siguientes, se adoptó la costumbre de hacer el sacrificio
de la misma manera: el victimario mataba al animal, echaba a correr a toda
sandalia y los jueces condenaban al cuchillo: “Como esta ceremonia y este
juicio eran completamente burlescos, se ha llamado a después bufones y
bufonadas a las demás farsas y monerías”.
No todo era desventaja para el bufón. Por principio estaban exentos de ir a la guerra, pues como no tenían ningún tipo de honra, no había honor que defender. Acompañaban a su señor en la batalla, pero estaban exentos de irse a partir la crisma, así como de pagar impuestos. Tampoco había preocupaciones por el hospedaje, comida
Autor: Gerardo Australia
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