En la literatura lo fantástico
encuentra su vehículo y su casa natural en el cuento y entonces, a mí
personalmente no me sorprende, que habiendo vivido siempre con la sensación de
que entre lo fantástico y lo real no había límites precisos, cuando empecé a
escribir cuentos ellos fueran de una manera casi natural, yo diría casi fatal,
cuentos fantásticos.
(...) Elijo para demostrar lo
fantástico uno de mis cuentos, La noche boca arriba, y cuya historia, resumida
muy sintéticamente, es la de un hombre que sale de su casa en la ciudad de
París, una mañana, en una motocicleta y va a su trabajo, observando, mientras
conduce su moto, los altos edificios de concreto, las casas, los semáforos y en
un momento dado equivoca una luz de semáforo y tiene un accidente y se destroza
un brazo, pierde el sentido y al salir del desmayo, lo han llevado al hospital,
lo han vendado y está en una cama, ese hombre tiene fiebre y tiene tiempo, tendrá
mucho tiempo, muchas semanas para pensar, está en un estado de sopor, como
consecuencia del accidente y de los medicamentos que le han dado; entonces se
adormece y tiene un sueño; sueña curiosamente que es un indio mexicano de la
época de los aztecas, que está perdido entre las ciénagas y se siente
perseguido por una tribu enemiga, justamente los aztecas que practicaban
aquello que se llamaba la guerra florida y que consistía en capturar enemigos
para sacrificarlos en el altar de los dioses.
Todos hemos tenido y tenemos
pesadillas así. Siente que los enemigos se acercan en la noche y en el momento
de la máxima angustia se despierta y se encuentra en su cama de hospital y
respira entonces aliviado, porque comprende que ha estado soñando, pero en el
momento en que se duerme la pesadilla continúa, como pasa a veces y entonces,
aunque él huye y lucha es finalmente capturado por sus enemigos, que lo atan y
lo arrastran hacia la gran pirámide, en lo alto de la cual están ardiendo las
hogueras del sacrificio y lo está esperando el sacerdote con el puñal de piedra
para abrirle el pecho y quitarle el corazón. Mientras lo suben por la escalera,
en esa última desesperación, el hombre hace un esfuerzo por evitar la
pesadilla, por despertarse y lo consigue; vuelve a despertarse otra vez en su
cama de hospital, pero la impresión de la pesadilla ha sido tan intensa, tan
fuerte y el sopor que lo envuelve es tan grande, que poco a poco, a pesar de
que él quisiera quedarse del lado de la vigilia, del lado de la seguridad, se hunde
nuevamente en la pesadilla y siente que nada ha cambiado. En el minuto final
tiene la revelación. Eso no era una pesadilla, eso era la realidad; el
verdadero sueño era el otro. Él era un pobre indio, que soñó con una extraña,
impensable ciudad de edificios de concreto, de luces que no eran antorchas, y
de un extraño vehículo, misterioso, en el cual se desplazaba, por una calle.
Si les he contado muy mal este
cuento es porque me parece que refleja suficientemente la inversión de valores,
la polarización de valores, que tiene para mí lo fantástico y, quisiera
decirles además, que esta noción de lo fantástico no se da solamente en la
literatura, sino que se proyecta de una manera perfectamente natural en mi vida
propia.
Terminaré este pequeño recuento
de anécdotas con algo que me ha sucedido hace aproximadamente un año. Ocho años
atrás escribí un cuento fantástico que se llama “Instrucciones para John
Howell”, no les voy a contar el cuento; la situación central es la de un hombre
que va al teatro y asiste al primer acto de una comedia, más o menos banal, que
no le interesa demasiado; en el intervalo entre el primero y el segundo acto
dos personas lo invitan a seguirlos y lo llevan a los camerinos, y antes de que
él pueda darse cuenta de lo que está sucediendo, le ponen una peluca, le ponen
unos anteojos y le dicen que en el segundo acto él va a representar el papel
del actor que había visto antes y que se llama John Howell en la pieza.
“Usted será John Howell”. Él
quiere protestar y preguntar qué clase de broma estúpida es esa, pero se da
cuenta en el momento de que hay una amenaza latente, de que si él se resiste
puede pasarle algo muy grave, pueden matarlo. Antes de darse cuenta de nada
escucha que le dicen “salga a escena, improvise, haga lo que quiera, el juego
es así”, y lo empujan y él se encuentra ante el público... No les voy a contar
el final del cuento, que es fantástico, pero sí lo que sucedió después.
El año pasado recibí desde Nueva
York una carta firmada por una persona que se llama John Howell. Esa persona me
decía lo siguiente: “Yo me llamo John Howell, soy un estudiante de la
universidad de Columbia, y me ha sucedido esto; yo había leído varios libros
suyos, que me habían gustado, que me habían interesado, a tal punto que estuve
en París hace dos años y por timidez no me animé a buscarlo y hablar con usted.
En el hotel escribí un cuento en el cual usted es el protagonista, es decir
que, como París me ha gustado mucho, y usted vive en París, me pareció un
homenaje, una prueba de amistad, aunque no nos conociéramos, hacerlo intervenir
a usted como personaje. Luego, volví a N.Y, me encontré con un amigo que tiene
un conjunto de teatro de aficionados y me invitó a participar en una
representación; yo no soy actor, decía John, y no tenía muchas ganas de hacer
eso, pero mi amigo insistió porque había otro actor enfermo. Insistió y
entonces yo me aprendí el papel en dos o tres días y me divertí bastante. En
ese momento entré en una librería y encontré un libro de cuentos suyos donde
había un cuento que se llamaba “Instrucciones para John Howell”. ¿Cómo puede
usted explicarme esto, agregaba, cómo es posible que usted haya escrito un
cuento sobre alguien que se llama John Howell, que también entra de alguna
manera un poco forzado en el teatro, y yo, John Howell, he escrito en París un
cuento sobre alguien que se llama Julio Cortázar.
Yo los dejo a ustedes con esta
pequeña apertura, sobre el misterio y lo fantástico, para que cada uno apele a
su propia imaginación y a su propia reflexión y desde luego, a partir de este
minuto estoy dispuesto a dialogar y a contestar, como pueda, las preguntas que
me hagan.
Fragmento del artículo de Julio Cortázar
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